Muerte por sobreexposición

Texto escrito en 2016, antes de la explosión de Instagram.
Las redes sociales han matado al amor. O, al menos, a una de sus esencias, el secretismo. Lo comprobé el otro día en Facebook. Un buen amigo me comentó que estaba saliendo con una chica. No dijo su nombre, intentando mantener el misterio, pero mi infantil idea de ser un Sherlock me asaltó y empecé a investigar. Fue bastante fácil encontrar a la chica en cuestión, pues había interactuado en las recientes publicaciones de mi amigo y yo no la tenía agregada. Mi colega confirmó mis pesquisas: había dado en el clavo. Una semana más tarde me la presentó. Ya sabía que era pelirroja, que tenía un perro, dos tatuajes e incluso que había estado saliendo antes con otro conocido. Nadie me había dicho nada.
Por el camino se había perdido la oportunidad de establecer una buena conversación con mi amigo. No necesitaba saber más, así que no le hice las preguntas típicas de estos casos: “¿Cómo la conociste? ¿Estás enamorado? ¿Cómo fue el primer beso? ¿Se lo has dicho a tus padres?”. Esa información había sido sustituida por el morbo fácil, el que brilla en las tertulias televisivas que tanto decimos odiar pero que en realidad nos encantan. Así pues, las nuevas tecnologías, lejos de facilitar la comunicación, la eliminan, la hacen innecesaria, fiel reflejo de una sociedad marcada por el individualismo más duro, en el que cada ser humano es capaz de crear su propio mundo sin necesitar a los otros. Paradójicamente, el amor es probablemente uno de los últimos reductos que subsisten al egoísmo, una aldea gala inconquistable por ese imperialismo individualizador. Y es que, para amar, incluso en nuestros días, es todavía necesario que haya alguien más, tal y como dice la Real Academia en su definición de amor: “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.
Dejando a un lado la cuestión del otro, debemos fijarnos también en la necesidad de la unión, en el deseo. Esto es algo que, sin duda alguna, las redes sociales han explotado al máximo. Cuando ingresas en un sitio de estas características, te aparece un mensaje preguntando “¿Cómo estás?”. Es entonces cuando muchos corazones desesperados deben pensar “Oh, qué majo, el ordenador me ha preguntado cómo estoy”. Y sucede lo que no debería suceder. Escriben realmente cómo se sienten. Muchas veces, hechos trizas, vomitan pensamientos suicidas ante sus amigos que, empotrados tras teléfonos móviles y pantallas de ordenador les dan abrazos virtuales que seguramente son muy reconfortantes. Otras veces, empiezan a soltar pestes de sus antiguos amantes. Es una escritura rápida, furiosa, de desahogo, con miles de faltas de ortografía que dificultan su lectura. Muy probablemente, además, la persona a la que va dirigido ese escrito no lo lea y la publicación se convierte en un mero medio de autoflagelación memorística, en lugar de erigirse en una buena obra sobre el desamor. Pero ya no hay tiempo para eso. La inmediatez nos ha absorbido y debemos plasmar todo lo que nos pasa por la cabeza, además, ante centenares de cómodos internautas, que leen, pero no comprenden, comentan pero no analizan, se indignan, pero no se levantan del sofá para actuar.
Como andábamos diciendo, lo que más nos encontramos son mensajes de deseos. De búsqueda de amor. Es una expresión atrevida para fotos sensuales, pero así es como ocurre. Parece que el lema sea el amor entra por los ojos, como si habláramos de pasteles. Lo primero es el físico. Si tu cuerpo semidesnudo se asemeja a los atletas griegos, entonces adelante, pide todo el amor que quieras y recibirás mensaje de muchos otros seres deseosos de amor moderno. La red es como un escaparate repleto de maniquíes: “¿De cuál te quieres enamorar?”. Ciertamente la apariencia física relacionada con la unión de dos seres es algo natural. Los animales son el ejemplo más claro y nosotros, como tales, no somos una excepción. Sin embargo, al ser racionales, en cada época de la historia hemos cambiado los cánones de belleza porque para nosotros son construcciones sociales, relacionadas con ese sentimiento también surgido de la civilización, el amor. El físico siempre es lo primero que atrae a un amante desconocido, para después pasar al cortejo: “¿Estudias o trabajas?”. Y llega la respuesta que desvelará el misterio de la voz. O un gesto de desdén que te hará ver que esas fórmulas ya no se llevan.
En la red ese cortejo es muy diferente. Los gestos son caras amarillas sin matices, iguales para todos. No hay voces, caricias, ni miradas de reojo. No hay nervios ni miedo. Nos abocamos pues a contar nuestra vida, nos sentimos cómodos. La otra persona nos entiende a kilómetros a distancia y nos contesta de forma inmediata. Y cuando no puede hacerlo al instante se disculpa de forma muy cortés. No sabemos cómo, pero empezamos a sentir curiosidad por conocerla. Se fuerza una cita. La suerte ha dejado de existir y las imágenes de las películas románticas están empezando a desaparecer. Ya no son necesarios los encuentros fortuitos en los autobuses nocturnos, o cruzar las manos para coger un libro en una biblioteca, o enredarse mutuamente con las correas de los perros a las seis de la mañana, una gélida mañana de invierno. Basta con tener Internet y buscar el espécimen con mejores virtudes para poder enamorarse.
Las nuevas tecnologías han permitido, por otra parte, perpetuar un tipo de amor muy especial: el amor epistolar, que antaño estaba muy ligado con el secretismo. Las cartas eran el reflejo de romances entre personas casadas o quizás de clases sociales muy diferentes. Uno de los casos más famosos es el de Madame Bovary y Rodolphe, su amante distinguido, en la ya canónica novela de Flaubert. Como Bovary seguía atada a Charles, cada día le enviaba amorosas cartas a su amante, pese a que este no vivía demasiado lejos. Y esa correspondencia no hacía más que aumentar su obsesión y su locura. De hecho, Rodolphe rompe su relación con ella precisamente mediante una carta. Y eso empieza a matar a la joven. Él se siente muy valiente escribiendo en su estudio, pero no es capaz de dejarle las cosas claras cara a cara. Hay algo de maldad en Rodolphe, pero inconscientemente se siente legitimado a romperle el corazón a través del medio escrito. La palabra es el arma de los cobardes en ciertas ocasiones y Rodolphe lo es. Como lo somos también muchos de nosotros, prometiendo amores eternos en ciento cuarenta caracteres, elogiando al otro con adjetivos que ni siquiera se nos pasan por la cabeza en la calle. Es fácil teclear o rasgar en un papel ‘te quiero’. No lo es tanto verbalizarlo, con unos ojos expectantes a tus palabras en una calurosa tarde de mayo. La épica del momento se pierde frente a una pantalla o un papel y el coraje es inexistente.
Cabe matizar, eso sí, que las cartas demuestran mayor arrojo que nuestros modernos mensajes. Son una forma de escritura reflexiva, pues dan un cierto margen al destinatario para pensar la respuesta, para regodearse en lo dicho, para tomar medidas, para soñar. Jamás he visto tanta pasión amorosa como en la correspondencia entre Hans y Sophie, protagonistas de El viajero del siglo, novela del argentino Andrés Neuman. Es, de nuevo, un amor secreto en el siglo XIX entre una chica de clase alta prometida con un terrateniente y un viajero que acaba de llegar a la ciudad. En este caso, ambos son capaces de calmar un poco el frenesí, pues son discretos y no se escriben cada día. Ahora bien, cuando lo hacen, sus letras toman corporeidad en cuerpos incandescentes que se aman por todos los poros de la piel. Es una forma de estrechar una relación plagada de secretos, de alargar hasta la eternidad de sus mentes los escasos momentos en los que tienen libertad para dar rienda suelta a todas sus emociones. A parte de los verbos, los sustantivos y los adjetivos empleados por los dos, la imaginación es su mayor arma para sentir algo similar a lo que experimentan al unirse presencialmente. Es su alimento para cuando están alejados por una fuerza mayor.
A diferencia de ellos, muchos amantes modernos usan la correspondencia de hoy en día, es decir, los mensajes instantáneos, como base de su amor, no como método para fortalecerlo. Esta situación es muy habitual entre las parejas más jóvenes. Condenados a permanecer en casa de sus padres hasta ser independientes económicamente, tienen pocas ocasiones de fraguar su relación a fuego lento, más allá de las noches de fiesta, los encuentros al salir de la media jornada trabajando en el bar o las escapadas a primeras horas de la mañana con los consecuentes novillos y excusas ideadas entre los dos. Más allá de eso, decía, tan solo les queda la comunicación escrita, siempre por mensajes. Son jóvenes y la paciencia no es una virtud, así que los largos emails y las cartas son desechados. Se les critica esa actitud de estar todo el día enganchados a las pantallas, pero los adultos también lo estarían si su amante viviera a veinte quilómetros de distancia y la única forma de poder verlo fuera un tren que pasa cada sesenta minutos, cuyo billete de ida y vuelta les cuesta buena parte de su paga.
De hecho, cuando los mayores tienen un amante a distancia, son mucho más peligrosos que los jóvenes. Sus relaciones cibernéticas suelen ser enfermizas: conocen a alguien por algún foro, empiezan a hablar y surge la risa fácil. Se pasa entonces a decir tonterías y a intentar adivinar el físico del otro. La descripción y la imaginación no sirven hoy en día, así que se envían sus mejores fotografías y vídeos. Si les gusta lo que ven, dejan de lado su familia, de la que están asqueados. La relación con la pareja con la que llevan casados desde hace veinte años pasa a ser inexistente y solo viven para esa persona que ni siquiera conocen. Deciden gastar todo su sueldo en una viaje de miles de quilómetros para pasar a escondidas unos días con su amante en algún resort de la playa, alegando a su entorno que se van fuera por un viaje de negocios. Al final, la mayoría de las veces coinciden en que ha sido todo un capricho y acuerdan no volver a verse. Sus vidas están ya asentadas, cambiarlas sería muy complicado y todo podría acabar en una auténtica tragedia griega.
Ahora bien, las redes también sirven para proclamar el amor públicamente. En la mitología de Internet, dos personas no están saliendo juntas si no lo especifican en su Facebook o cuelgan trillones de fotografía cada vez que pasan un rato juntos. Y los demás comentamos sus experiencias, por lo general, alabando lo bien que lucen como pareja, aunque por dentro creamos que no durarán mucho. No hacemos sino darles lo que están pidiendo: la aprobación de la sociedad virtual, que está dejando sin el trabajo de consejeros a padres protectores y amigas suspicaces, capaces de desgranar con una sola mirada al aspirante a novio. Y así es como los que soñamos con ser detectives lo tenemos mucho más fácil para descubrir si dos personas están juntas o no, si han dejado su relación, si se han dado un tiempo y hay algún amigo con derecho a roce de por medio… Las redes sociales abren completamente la relación para el resto de mortales, como un escáner de rayos X que muestra todo lo que tenemos dentro.
Esto supone un cierto cambio de paradigma respecto a la concepción de amor de antaño. Ya no se trata de una cuestión puramente personal, sino que engloba a muchas más personas. El sentimiento no ha variado, pero sí la forma de expresarlo y mostrarlo en sociedad. Ya no se esconde nada y todo debe saberse, pues la transparencia está de moda, no solo en política. Por cierto, acabo de saber que mi amigo se ha dado un beso en el cine con su novia. ¡Genial!