Los balones (no) son para el verano

Se acabó lo que se daba. Terminó otra temporada de fútbol. Llega ahora el momento de no saber qué hacer por las tardes, de tener que salir a correr solo para intentar mantener la forma, de ir a fiestas mayores porque no hay partidos el domingo, de ver a esas personas a las que llevas todo el año esquivando. No estoy hecho para eso.
Parece que cada año debería hastiarme un poco más del fútbol. El compromiso de tener que ir a entrenar, las tardes del fin de semana perdidas en pueblos de la Catalunya interior, las infinitas lesiones, las fiebres después de un partido con granizo, la frustración de la derrota, las suplencias siempre injustas… Pero también es sentarte siempre en la esquina, los nervios antes de un partido, los gritos en el vestuario, salvar un gol bajo la línea, los abrazos de gol, las risas fáciles, la sencillez de las relaciones en un equipo, la desconexión. Cómo me voy a cansar de eso.
Y no sé hacer otra cosa. Correr me aburre. El gimnasio me abruma. Con la bicicleta me mato y no me veo pegando mamporros en artes marciales. Necesito esa competitividad fácil del fútbol. Saber que hay 10 tíos más en el equipo que son muy capaces de hacerlo bastante mejor que yo. Saber que no todo depende de mí. Limitarme a lo que se me da bien y dejar al resto la magia. Dejar de sufrir durante dos horas al día. En realidad, es sufrir de otra manera. Un sufrimiento que solo se da en el campo y que nada tiene que ver con la vida fuera de él.
El fútbol es el último reducto, una habitación aislada en la que nada exterior puede penetrar. Jugar partido es meterse en el armario que lleva a Narnia. Un mundo desconocido y distinto, con sus propias reglas. Allí un minuto es eterno y solo se puede pensar en una cosa: ganar. Todo lo demás, sobra. Pulsas la pausa de tu mente, tus problemas, tus broncas y tus ilusiones frustradas. Lo único que importa es que ese balón entre en la portería contraria. Simple.
Es ese momento de transformación para muchos de nosotros, que pasamos a adoptar otros roles. Ese albañil con puños como mazas puede ser un fino delantero en el campo, el ligón de las discotecas chupa más banquillo que Lunin en el Madrid y ese oficinista más bien calladito reparte más que Pablo Alfaro en sus mejores tiempos. Los futbolistas como cambiapieles. Una fantasía en la que puedes ser un héroe en cuestión de minutos. ¿Hay otro espacio en la vida en el que suceda algo así? Puede que sí, pero dudo que sea tan directo, sencillo y emocional como el fútbol.
Y llega el verano y se carga esa evasión diaria. Es difícil mantener el entusiasmo cuando tienes la boca como un estropajo, el caucho del césped parece surgido directamente del infierno y el sudor es ácido puro en tus ojos. ¿Cómo no vamos a odiar esta época del año, si parece creada por el mismísimo Sauron?
Ahora solo queda quitarse el mono con la enésima liga máster del FIFA, algún torneo de 12 horas en el que te cansas a los 5 minutos o los rumores de fichajes imposibles de cada agosto. Pero no hay nada que hacer. Es imposible volver a ese refugio, que no abre hasta casi septiembre. No hay nada como fantasear con un balón en los pies.