Lo siento, Link

Néstor Arrabal Martínez
5 min readMay 25, 2022

Voy a confesar algo que me duele mucho: no sé si seré capaz de terminar The Legend of Zelda: Breath of the wild. Lo siento, Link, te he fallado. Ni siquiera ahora que la vida me está dando un respiro me entran ganas de ponerme a derrotar las dos bestias divinas que me quedan. Prefiero fichar a Youssofa Moukoko para el Bristol City en el Modo Carrera del FIFA 22. Menudo niño rata estoy hecho.

Creo que desde me lo agenciara en las pasadas navidades no he acabado de conectar con el juego. He pasado buenos momentos, especialmente en las aldeas, con esos ocurrentes diálogos tan propios de Nintendo, pero más allá de eso no recuerdo otras escenas destacables. Tampoco he experimentado esa sensación de belleza de la que todo el mundo habla y la banda sonora se me olvida rápidamente. Solo se me ha quedado grabada la musiquita que aparece cuando te enfrentas a uno de esos robots guardianes. Y la odio.

El mundo abierto

Puede que mi problema principal sea con la concepción del juego en sí. Con ese mundo abierto tan revolucionario, que puede escalarse por completo. Ah, pero, ¿para qué quiero escalarlo? ¿Cuenta acaso para poner en Tinder que soy escalador? ¿Para qué quiero gastar elixires de resistencia si luego en el pico de la montaña solo hay unos pocos minerales corrientes o un cofre con una espada que ya tengo? Claro, para ver un santuario oculto al que luego acceder con la paravela. Ya. Pero ese santuario me lo voy a pasar en tres minutos (no entiendo esos análisis que destacaban la dificultad de estas zonas) y hay tropecientos por todo el mapa.

De este mundo también se ha alabado mucho su sensación de libertad, de descubrimiento continuo, de no tener marcadores. Ningún problema con ello. Soy de esos que explora una zona antes de que te lo diga la misión principal, eso sí, siempre que cumpla con alguna de estas dos reglas básicas: que la travesía resulte interesante o que la recompensa valga la pena. Y algunos me perdonaréis, pero en muchos momentos me ha parecido que viajar por Hyrule es tedioso: la mitad del mapa son montañas heladas, desiertos asfixiantes o pantanos tormentos. Sin personas, quitando viajeros perdidos que poco aportan. Además, si optas por comportarte como uno de esos odiados jugadores casuals y tiras de viaje rápido, te encontrarás yendo a buscar tu caballo a la posta más cercana. Si no, te tocará ir a patita. Así que nada, en mi partida Link ya es todo un maratoniano. No sé ni cómo se llama el caballo.

Hablemos también de la recompensa al jugador, un tema siempre polémico, pero la realidad es que llevo toda la partida con la misma ropa (excepto en los momentos que por motivos argumentales hay que ponerse un traje determinado) y las nuevas armas me las encuentro de forma bastante aleatoria. En una de las últimas misiones del mapa desafié a la congelación para conseguir unas botas que me permitían correr más rápido por el desierto. Wow. Menudo chollazo. Quizás estoy educado en ese mundo de la competitividad, en el que siempre hay que ganar cosas (otro día hablaremos de ello), y eso hace que sea incapaz de disfrutar de un juego que no recompense constantemente mi exploración. Pero es que ni siquiera pido ya una mejor armadura, tan solo, qué sé yo, una historia perdida, un nuevo detalle argumental, una escena peculiar en una cabaña perdida de un pueblo de The Witcher III o de Read Dead Redemption 2.

Siguiendo con el argumento, la historia no da mucho de sí: un mundo en ruinas (espero desde hace años un juego que muestre a un reino en todo su esplendor), un protagonista amnésico, un viejo mal que resurge y una princesa en apuros. Cero unidades de decisiones morales y unas secundarias de puro recadero. La sorpresa brilla por su ausencia: desde el inicio sabes que tienes que derrotar al malo maloso y que para ello vas a tener que recuperar unas bestias divinas.

El combate y el desafío

Son precisamente esta especie de animales metálicos gigantes el ejemplo claro de la repetición de mecánicas en el juego. Si bien es cierto que ningún título de mundo abierto puede escapar del reciclado de misiones o estructuras, la aproximación a estas bestias es siempre la misma: hablar con el jefe de la región, detener los destrozos del animal, resolver una pequeña mazmorra y, finalmente, derrotar a un espíritu maligno. Si quieres desafíos mayores, vas a tener que peinar el mapa para encontrarte con centaleones o cíclopes. Por lo demás, los enemigos del mundo son muy similares entre sí, cambian algunos de sus ataques dependiendo de la zona y su nivel, pero diría que no hay más de unos 15 o 20 distintos.

Los combates contra los espíritus mencionados, los jefes de la historia principal, ofrecen poco material: te vale con aprenderte sus patrones y atacar cuando toca. No importa el nivel al que estés: si te alcanzan cuando ejecutan uno de sus ataques, vas a perder un montón de corazones. Ese es otro de los aspectos que más me cuestan de asimilar de Breath of the Wild: la nula sensación de progresión de Link. No hay estadísticas para mejorar, más allá de la vida, la resistencia y cuatro habilidades especiales que se mejoran mediante piezas de botín. Da la sensación de que solo vas a ser más poderoso si eres capaz de hallar armas con mejores estadísticas. Pero cuidado, no se te ocurra usar una de estas contra un enemigo cualquiera que te supere en nivel: las armas se rompen con mucha facilidad, así que mejor reservarlas eternamente, por si acaso.

Con todo ello, me he encontrado huyendo de los combates. Los controles me resultan bastante limitados y me dedico a dar golpes como un poseso. No se puede rodar y el daño mayor en muchas ocasiones depende de que realices una esquiva o un bloqueo perfecto. Perdón, no sabía que esto era el nuevo Dark Souls. Luego ves a youtubers usando las habilidades y el entorno de una forma loquísima para combatir y te sientes como lo que eres: un jugador pésimo. Y eso me desanima constantemente: tras 20 o 30 horas de juego siento que aún no sé ni pelear.

La paciencia

Está claro que no soy capaz de disfrutar del considerado como uno de los mejores juegos de los últimos años. Y eso da rabia. Me lleva a cuestionarme todos estos años dándole a la maquinita, a preguntarme si solo sé jugar a videojuegos de mundo abierto que tengan combates frenéticos y estímulos constantes. Títulos, en definitiva, en los que la paciencia no tiene cabida. ¿Soy un jugador impaciente?

Quizás simplemente tenga que dejarme llevar. Volver al juego y ver qué sucede. Confiar en que con el transcurso de las horas descubriré todo aquello que me estoy perdiendo y que todo el mundo parece haber disfrutado. El problema es que, con la edad, con ya menos tiempo libre que cuando era un adolescente, tiendo a dejar todo aquello que no me está gustando, ya sea una serie, una película o un libro (aunque con esto último me cuesta más). Quizás, simplemente, como diría ahora Fernando Fernán Gómez, “los juegos son para el verano”.

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Néstor Arrabal Martínez
Néstor Arrabal Martínez

Written by Néstor Arrabal Martínez

Periodista de formación y docente en proceso. Actualmente trabajo en la localización de videojuegos. Series cortas, películas largas y libros en papel.

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