Hic sunt dracones
Si en mi mente existe algo parecido a un ranking de expresiones latinas, en el primer lugar estaría, sin duda alguna, hic sunt dracones, “aquí hay dragones”. Me topé con ella por primera vez allá por 2016, en mi afán de visitar todo el mapa de The Witcher III: Wild Hunt. Los desarrolladores decidieron colocarla en el límite del mapa, para decirnos que el mundo que habían creado era grande, pero tampoco infinito.
Realmente, pero, el hic sunt dracones no es más que el aviso de una tierra ignota, inexplorada, una advertencia de peligros desconocidos. Es rodear de mitología y misterio aquellos lugares que no se han visitado, crear leyendas que durarán siglos, hasta que alguien con el coraje suficiente se embarque en una aventura a esos lares. Alguien como Gavilán, uno de los personajes principales del mundo de Terramar, creado por Ursula K. Le Guin.
La autora lleva el concepto de hic sunt dracones al extremo y coloca literalmente la tierra de los dragones en uno de los confines del mundo de Terramar. Un lugar al que nadie se aventura, excepto Gavilán, que lo hace por voluntad propia, sabiendo lo que le espera: peligro, oscuridad y, posiblemente, muerte. El mago acepta su destino con estoicismo y se entiendo la muerte como una etapa más. Parece que Le Guin esté mirando a los ojos de los mitos homéricos.
Como decíamos, la actitud de Gavilán no es la habitual. Y su contraparte es Tenar, una joven sacerdotisa que no ha visto nada más en su vida que el complejo religioso en el que vive desde los seis años. Para ella, todo lo que hay más allá de esas murallas es tierra de dragones. No conoce la existencia del mar o de los pueblos; ha estado tanto tiempo encerrada que es incapaz de concebir que existe mundo más allá de las fronteras de su tierra.
En un momento del segundo libro de la saga de Terramar, Las tumbas de Atuan (atención, se viene destripe), Gavilán casi que obliga a Tenar a abandonar su tierra y a ver mundo. Sus motivos son nobles y lógicos (la tierra de Tenar ha quedado destruida y a ella la buscan para matarla), pero Tenar no acepta tener que vivir entre otros humanos. Le parece mejor quedarse en un monte perdido junto a un río y pasar así el resto de su vida. No quiere enfrentarse a esos dragones. ¿Es lícito, pues, que Gavilán la fuerce a hacerlo? ¿Qué pasa si Tenar no logra adaptarse a su nuevo mundo? ¿Qué sucede si los dragones la devoran?
Cuando hablamos del hic sunt dracones de Le Guin, no solo lo hacemos en un plano físico o cartográfico, sino también mental y emocional. Y eso no es otra cosa que plasmar la realidad, algo que, como ella misma explica en sus epílogos, es indisoluble de los relatos de fantasía: “para mí la fantasía no es un castillo de viento, sino una posibilidad de reflexionar y de reflejar la realidad”. Porque, ¿cuántas veces al día nos sentimos como Tenar? Incapaces de dar pasos atrevidos, de arrojarnos con todo nuestro ser a algo que no sabemos cómo acabará. A algo que nos da miedo y que nos atenaza.
Y eso es lo que diferencia la literatura de Le Guin de otras novelas de fantasía: su obsesión por la psicología de los personajes. En sus libros, la magia, el conflicto y los seres mitológicos pasan a un segundo plano. Lo que le interesa realmente a la autora es ponernos frente al espejo y conseguir que nos veamos reflejados en sus personajes. Por eso, ninguno de ellos es un modelo de comportamiento perfecto, ni siquiera Gavilán, quien llega a sucumbir ante la sed de poder durante su juventud.
Pese a todo esto, Terramar acaba resultando un lugar luminoso: sus personajes evolucionan, superan esos miedos y son capaces de conquistar las tierras de dragones. Quieren decirnos que no pasa nada por soltar amarras y dejar navegar nuestra barca vital en mar abierto. Habrá sufrimiento. Habrá dolor. Habrá lágrimas. Dejaremos muchas cosas atrás. Acabaremos con cicatrices que nunca se curarán del todo. Pero derrotaremos a los dragones.