‘Columbus’ y la cuestión final

Néstor Arrabal Martínez
4 min readJun 22, 2020

Hay finales de películas que son puñetazos en el corazón. Otros son píldoras analgésicas que eliminan el sufrimiento del visionado. Pero también existen aquellos que parecen inyectar cafeína en el cerebro y obligan a las neuronas a pensar durante días en todo lo que hemos visto. Es lo que me sucedió hace unos meses con Columbus, película de 2017 de un director llamado Kogonada. Es su primera película como tal (dejando a un lado los videoensayos) y ya consigue que la historia perdure en nuestras mentes.

Existen varias prácticas para conseguir que el final de una obra (ya sea libro, película o videojuego) sea recordado. La primera y más obvia es concluirla obra de forma que a nadie le guste, que resulte incluso frustrante. Es lo que sucede con la aclamada saga de videojuegos Life Is Strange, en la que el jugador intenta comportarse como una persona moralmente respetable (al menos en mi caso) para acabar viendo cómo debe realizar algún duro sacrificio al concluir el juego. Esto provoca reacciones bastante subidas de tono en los foros, algo que, dicho sea de paso, es más que habitual entre los llamados gamers.

Siguiendo con los videojuegos, uno los grandes títulos de los últimos años fue The Witcher III: Wild Hunt, una aventura de rol fantástico plagada de decisiones morales y giros narrativos. Como buen videojuego de más de 100 horas de contenido, tiene varios finales posibles, todos ellos muy clásicos, en los que se describe claramente qué es lo que sucede con cada uno de los personajes principales. En este caso, si el jugador ha tomado decisiones más o menos lógicas durante el juego, siempre obtendrá un final bastante satisfactorio. Y eso reconforta y deja un buen poso en el jugador, que recordará por siempre lo bien que acabó todo.

Si hablamos de finales reconfortantes hay pocos que lo sean más que la trilogía de El señor de los anillos, tanto en los libros como en las películas. Ya saben, todo empieza con un anillo que debe ser destruido y después de más de 1.000 páginas y unas 11 horas de películas, se acaba cumpliendo felizmente la misión (no creo que sea un destripe revelar esto más de 50 años después de la publicación de los libros y casi veinte tras el estreno de los filmes). Y ahí podría haber acabado todo, pero no, Tolkien decidió (y Peter Jackson lo respetó) que había que crear también un final para Aragorn, otro para Gandalf y Frodo y otro más para Sam Gamyi. Es decir, sabemos lo que sucede con todos los personajes principales de la historia.

Finales tan conclusivos como el del Señor de los anillos son menos frecuentes de lo que parece. El género en el que más se encuentran es el de las novelas y películas detectivescas, especialmente las clásicas. No hay nada mejor que la sensación de descubrir quién es el asesino después de seguir mil y una pistas. Pensemos en las novelas de Agatha Christie o Arthur Conan Doyle y en cómo no dejan un solo caso sin resolver. Y menos mal, porque cuando Doyle publicó en 1896 El problema final, los lectores enloquecieron y le enviaron multitud de cartas de amenaza. ¿El motivo? El autor escocés había matado al mítico Sherlock Holmes en ese relato y, pese a que el famoso detective parecía haberse llevado por delante al malvado Moriarty, no parecía ser un final a la altura de tan ilustre investigador. Así pues, Doyle no tuvo más remedio que resucitar al personaje y darle un final digno con la publicación de Su última reverencia, en la que un Holmes entrado en años resuelve un último caso de importancia continental antes de retirarse para dedicarse a la apicultura.

Quizás con el objetivo de evitar reacciones subidas de tono de lectores o espectadores, parece que en los últimos tiempos la práctica de dejar los finales abiertos, con varios elementos de la trama por resolver, ha cobrado un mayor protagonismo. Y es que, además de la ventaja de enfadar al mínimo número de personas posible, este modo de concluir las historias lleva al público a hacerse varias preguntas de forma recurrente: ¿qué habrá pasado con los personajes? ¿cómo serán sus vidas? ¿cuál ha sido su futuro?

Este tipo de finales suele darse en esas películas que tratan sobre la vida. Así, sin más, tan profundo como suena. Son filmes que se asemejan a un álbum de fotos en los que no hay otro hilo que no sea el paso del tiempo. En ese género Richard Linklater es un maestro con Boyhood, Todos queremos algo y la trilogía Antes del amanecer. Curiosamente, en esta última, que fue la que le catapultó al estrellato, los finales abiertos tienen un menor impacto, pues van seguidos por otros filmes. Eso sí, que pasen nueve años entre cada una de las tres películas ha debido de provocar muchos momentos de ensoñación entre los espectadores que las vieron en el momento de su estreno.

Definitivamente, los finales abiertos son un gran recurso: no comprometen a los autores y dejan al público con ganas de más, si bien pueden causar serios problemas a personas obsesivas. Necesitamos que las tramas concluyan. Necesitamos saber qué sucede con los casi adultos de Adventureland, El club de los cinco, Lady Bird, Ghost World o Aquí y ahora. Necesitamos que Miles Teller acabe triunfando como músico en Whiplash. Necesitamos que Freddie Higmore se ponga orden a su vida y se convierta en un pintor famoso en El arte de pasar de todo. Necesitamos que Patrick Rothfuss concluya la historia de Kvothe.

Necesitamos más sonrisas de Haley Lu Richardon; necesitamos una segunda parte de Columbus.

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Néstor Arrabal Martínez
Néstor Arrabal Martínez

Written by Néstor Arrabal Martínez

Periodista de formación y docente en proceso. Actualmente trabajo en la localización de videojuegos. Series cortas, películas largas y libros en papel.

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